domingo, 10 de marzo de 2013

España: Leer era cosa de hombres


Antonia Gutiérrez Bueno, una perfecta desconocida hoy, tumbó en 1837 la prohibición de la Biblioteca Nacional para aceptar investigadoras y lectoras

 Madrid  
Usuarias en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional. / CARLOS MONTES (BNE)

Hay que tener una gran confianza para sentarse a un escritorio y, 
en 20 líneas, pedir la luna. Lo nimio —un agente subversivo, bien usado— 
está minusvalorado. En 1955 Rosa Parks, con su empecinamiento 
rebelde para no levantarse de su asiento en un autobús de Alabama,                    dinamitó la segregación racial en Estados Unidos. Un siglo antes, con
su carta de 20 líneas, Antonia Gutiérrez Bueno, cuyo nombre nadie 
recuerda hoy, sepultó para siempre la discriminación de género que la
 Biblioteca Nacional (BNE)  arrastraba desde su fundación en 1713.

Hay que tener mucha seguridad para resistir las coacciones sin 
levantarse del asiento o para, una mañana o una tarde de enero de 1837, 
sentarse a escribir al ministro de la Gobernación para reclamar un 
imposible. Es bien probable que Antonia Gutiérrez Bueno creyese 
que si no estiraba la mano no tocaría la luna. Porque eso era 
entonces la Biblioteca Nacional, un lugar tan inaccesible para las 
mujeres como la luna, con la pequeña salvedad de días festivos, 
cuando las damas podían recorrerla en lo que equivaldría a una 
visita guiada de la época. Se mira, pero no se toca.

Cuando se sentó a escribir su carta, Antonia Gutiérrez 
(Madrid, 1781-1874) tenía 56 años, un hijo diplomático y dos 
obras impresas. En 1835 había publicado el primer volumen de 
un Diccionario histórico y biográfico de mugeres (sic) célebres 
y antes, en 1832, un librito con artículos que ella había traducido 
del francés sobre “el cólera-morbo”, donde entre otros 
tratamientos ensayados en Francia figuraban algunos tan 
poco delicados como la aplicación de sanguijuelas en el ano. 
Ambos libros delatan aspectos de su autora: la ambición intelectual 
y el interés por la salud pública, sin duda un tanto extravagantes 
a ojos de otras mujeres decimonónicas. Había vivido en París 
—quizás el Nueva York de la época— hasta la muerte de su 
marido, Antonio Arnau, y había crecido en una casa con libros, 
diccionarios y gramáticas en distintas lenguas, tratados científicos 
y piano. Antonia fue la tercera hija de Mariana Ahoiz y Navarro 
y Pedro Gutiérrez Bueno, un ilustrado que acabaría siendo 
boticario mayor del rey y que acostumbró a sus hijas a pensar
 más allá de los muros domésticos.

“El padre fue un importante hombre de ciencia y Antonia tuvo acceso 
a una formación no habitual”, señala Gema Hernández Carralón, jefa 
del Museo de la BNE y rastreadora de las huellas de la primera 
investigadora que puso sus pies en la institución. “Fue amigo de
 Moratín, que le llamaba Petrus Bonus y que apodó Toinette a 
Antonia”, añade.

Gema Hernández Carralón sospecha —aunque ya nunca podrá 
confirmar o desmentir su hipótesis— que Antonia Gutiérrez utilizó 
el Diccionario como “excusa” para lograr que le franqueasen la 
puerta de la biblioteca. Lo cierto es que nunca publicaría los siguientes 
volúmenes de aquella obra, que firmó con el seudónimo masculino 
de Eugenio Ortazán y Brunet y que dedicó “al bello sexo”. Como 
correspondía a un perfecto caballero.

“Siéndole difícil y aun imposible, a causa de sus circunstancias, 
procurarse los libros que necesita para continuar su obra, la que 
va recibiendo bastante aceptación del público”, solicitaba la escritora 
en la carta de 1837 al ministro, “un permiso para concurrir a la Biblioteca 
Nacional”. La celeridad de la respuesta a su petición no deja de 
sorprender. Un mes después se había cambiado la historia, tal vez 
propiciada por la inusual circunstancia de que España estaba 
gobernada por otra mujer, la reina regente María Cristina, quien ordenó 
que le autorizasen la entrada y la consulta de libros. A ella y a todas 
las mujeres deseosas de acceder a un espacio donde, entonces, 
se custodiaba todo el conocimiento del mundo. “Esta mitad del pueblo
 tiene todavía en España conventos donde encerrarse y no bibliotecas 
donde instruirse”, censuró a propósito del veto machista un consejero 
de la reina, al tiempo que animaba a María Cristina a desterrar “ese 
precepto bárbaro” y abrir todas las bibliotecas públicas a las mujeres. 
Y fue entonces cuando el director de la Biblioteca Nacional, José María Patiño, 
que había canalizado sin remilgos la petición de Antonia Gutiérrez, 
se encogió con desagrado y contraatacó con un escrito, dirigido al secretario 
de Estado de la Gobernación, repleto de pegas (la sala no resultaría 
suficiente “si llegasen a exceder del número de cinco o seis las mujeres 
que pretendiesen aprovecharse de este beneficio”) y reproches (en el 
último año no había recibido “un solo maravedí”).

Una sala de mujeres dispararía los gastos de mobiliario y personal: 
“Sería preciso comprar mesas, un brasero, escribanías y lo necesario 
para que las señoras concurrentes estuviesen con la decencia que 
corresponde”. En definitiva, pide al secretario que “incline el real ánimo 
de Su Majestad” para que limite la autorización a la solicitante o bien que 
dote la medida de presupuesto. A la reina no debió gustarle el tono, 
porque en el siguiente despacho reiteró que admitiesen cuantas mujeres
lo solicitasen, “y en el caso de que afortunadamente el número de estas 
exceda de cinco o seis, lo haga usted presente, manifestando el aumento 
de gasto que sea indispensable”.

En el expediente que se conserva en el archivo de la biblioteca no 
figura el histórico día en que Antonia entró finalmente en una biblioteca 
donde antes que ella había ingresado su obra, se sentó en una sala 
eparada de los lectores masculinos y reclamó todos aquellos libros 
que siempre había deseado consultar. Después de esa fecha no 
publicó más que artículos, algunos en defensa del derecho a la 
educación de las mujeres. Derribó un muro, tocó la luna. En el 
futuro lo harían otras, como Ángela García Rivas, que hace un 
siglo se convirtió en la primera bibliotecaria de una casa que aún 
debió esperar hasta 1990 para ser dirigida por una mujer, Alicia Girón.

Fuente: El Pais


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