Antonia Gutiérrez Bueno, una perfecta desconocida hoy, tumbó en 1837 la prohibición de la Biblioteca Nacional para aceptar investigadoras y lectoras
TEREIXA CONSTENLA Madrid
Usuarias en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional. / CARLOS MONTES (BNE)
Hay que tener una gran confianza para sentarse a un escritorio y,
en 20 líneas, pedir la luna. Lo nimio —un agente subversivo, bien usado—
está minusvalorado. En 1955 Rosa Parks, con su empecinamiento
rebelde para no levantarse de su asiento en un autobús de Alabama, dinamitó la segregación racial en Estados Unidos. Un siglo antes, con
su carta de 20 líneas, Antonia Gutiérrez Bueno, cuyo nombre nadie
recuerda hoy, sepultó para siempre la discriminación de género que la
Biblioteca Nacional (BNE) arrastraba desde su fundación en 1713.
Hay que tener mucha seguridad para resistir las coacciones sin
levantarse del asiento o para, una mañana o una tarde de enero de 1837,
sentarse a escribir al ministro de la Gobernación para reclamar un
imposible. Es bien probable que Antonia Gutiérrez Bueno creyese
que si no estiraba la mano no tocaría la luna. Porque eso era
entonces la Biblioteca Nacional, un lugar tan inaccesible para las
mujeres como la luna, con la pequeña salvedad de días festivos,
cuando las damas podían recorrerla en lo que equivaldría a una
visita guiada de la época. Se mira, pero no se toca.
Cuando se sentó a escribir su carta, Antonia Gutiérrez
(Madrid, 1781-1874) tenía 56 años, un hijo diplomático y dos
obras impresas. En 1835 había publicado el primer volumen de
un Diccionario histórico y biográfico de mugeres (sic) célebres
y antes, en 1832, un librito con artículos que ella había traducido
del francés sobre “el cólera-morbo”, donde entre otros
tratamientos ensayados en Francia figuraban algunos tan
poco delicados como la aplicación de sanguijuelas en el ano.
Ambos libros delatan aspectos de su autora: la ambición intelectual
y el interés por la salud pública, sin duda un tanto extravagantes
a ojos de otras mujeres decimonónicas. Había vivido en París
—quizás el Nueva York de la época— hasta la muerte de su
marido, Antonio Arnau, y había crecido en una casa con libros,
diccionarios y gramáticas en distintas lenguas, tratados científicos
y piano. Antonia fue la tercera hija de Mariana Ahoiz y Navarro
y Pedro Gutiérrez Bueno, un ilustrado que acabaría siendo
boticario mayor del rey y que acostumbró a sus hijas a pensar
más allá de los muros domésticos.
“El padre fue un importante hombre de ciencia y Antonia tuvo acceso
a una formación no habitual”, señala Gema Hernández Carralón, jefa
del Museo de la BNE y rastreadora de las huellas de la primera
investigadora que puso sus pies en la institución. “Fue amigo de
Moratín, que le llamaba Petrus Bonus y que apodó Toinette a
Antonia”, añade.
Gema Hernández Carralón sospecha —aunque ya nunca podrá
confirmar o desmentir su hipótesis— que Antonia Gutiérrez utilizó
el Diccionario como “excusa” para lograr que le franqueasen la
puerta de la biblioteca. Lo cierto es que nunca publicaría los siguientes
volúmenes de aquella obra, que firmó con el seudónimo masculino
de Eugenio Ortazán y Brunet y que dedicó “al bello sexo”. Como
correspondía a un perfecto caballero.
“Siéndole difícil y aun imposible, a causa de sus circunstancias,
procurarse los libros que necesita para continuar su obra, la que
va recibiendo bastante aceptación del público”, solicitaba la escritora
en la carta de 1837 al ministro, “un permiso para concurrir a la Biblioteca
Nacional”. La celeridad de la respuesta a su petición no deja de
sorprender. Un mes después se había cambiado la historia, tal vez
propiciada por la inusual circunstancia de que España estaba
que le autorizasen la entrada y la consulta de libros. A ella y a todas
las mujeres deseosas de acceder a un espacio donde, entonces,
se custodiaba todo el conocimiento del mundo. “Esta mitad del pueblo
tiene todavía en España conventos donde encerrarse y no bibliotecas
donde instruirse”, censuró a propósito del veto machista un consejero
de la reina, al tiempo que animaba a María Cristina a desterrar “ese
precepto bárbaro” y abrir todas las bibliotecas públicas a las mujeres.
Y fue entonces cuando el director de la Biblioteca Nacional, José María Patiño,
que había canalizado sin remilgos la petición de Antonia Gutiérrez,
se encogió con desagrado y contraatacó con un escrito, dirigido al secretario
de Estado de la Gobernación, repleto de pegas (la sala no resultaría
suficiente “si llegasen a exceder del número de cinco o seis las mujeres
que pretendiesen aprovecharse de este beneficio”) y reproches (en el
último año no había recibido “un solo maravedí”).
Una sala de mujeres dispararía los gastos de mobiliario y personal:
“Sería preciso comprar mesas, un brasero, escribanías y lo necesario
para que las señoras concurrentes estuviesen con la decencia que
corresponde”. En definitiva, pide al secretario que “incline el real ánimo
de Su Majestad” para que limite la autorización a la solicitante o bien que
dote la medida de presupuesto. A la reina no debió gustarle el tono,
porque en el siguiente despacho reiteró que admitiesen cuantas mujeres
lo solicitasen, “y en el caso de que afortunadamente el número de estas
exceda de cinco o seis, lo haga usted presente, manifestando el aumento
de gasto que sea indispensable”.
En el expediente que se conserva en el archivo de la biblioteca no
figura el histórico día en que Antonia entró finalmente en una biblioteca
donde antes que ella había ingresado su obra, se sentó en una sala
eparada de los lectores masculinos y reclamó todos aquellos libros
que siempre había deseado consultar. Después de esa fecha no
publicó más que artículos, algunos en defensa del derecho a la
educación de las mujeres. Derribó un muro, tocó la luna. En el
futuro lo harían otras, como Ángela García Rivas, que hace un
siglo se convirtió en la primera bibliotecaria de una casa que aún
debió esperar hasta 1990 para ser dirigida por una mujer, Alicia Girón.
Fuente: El Pais
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