"¿Sabe Ud. cuál es la diferencia entre un político y una dama?" preguntó el presidente Piñera a los asistentes a la Cumbre de Jefes de Estado en México.
Cuando el político dice 'sí', quiere decir 'tal vez', cuando dice 'tal vez' quiere decir no, y cuando dice 'no', no es político.
Cuando una dama dice que 'no' quiere decir 'tal vez', cuando dice 'tal vez' quiere decir 'sí' y cuando dice que 'sí' no es una dama.
Chistes, piropos y minués: las estrategias del macho acorralado
Por Diana Maffía
Definitivamente, las feministas somos unas amargas. Vemos machismo,
patriarcado, androcentrismo, homofobia, lesbofobia, transfobia y violencia
incluso en las situaciones más divertidas. Eso nos pone en un raro lugar:
somos víctimas de permanentes ataques simbólicos, y a la vez victimarias por
arruinar con nuestras respuestas destempladas las situaciones que gran parte
de la sociedad considera entretenidas, glamorosas, seductoras,
caballerescas, románticas y hasta corteses. Y lo peor de la confusión es que
como pertenecemos a esa misma sociedad, tales situaciones también tienen
eficacia simbólica sobre nosotras, también nos reímos y emocionamos con
ellas; sólo que un Pepe Grillo feminista nos susurra al oído permanentes
advertencias analíticas para que no caigamos en la trampa, para que no
seamos literales, para que no sonriamos amablemente –como es de esperar- a
los gestos corteses.
“¿Qué quieren las mujeres?” se preguntaba Freud, y el error de nosotras era
estar expectantes a su respuesta.
Mi propuesta de hoy es muy modesta. Contar algunas anécdotas, señalar
algunas situaciones que encienden mi alarma, procurar tímidamente un puente
comunicativo para hacer grietas en los implícitos sociales y generar
vínculos que no lesionen con su reiteración a ningunx de lxs participantes
en ellos.
Cuando inicié la carrera de filosofía, un profesor llamado Adolfo Carpio me
dijo: “¿qué hace usted acá, no sabe que las mujeres no pueden hacer
filosofía? Tiene lindos ojos, aprenda repostería y búsquese un novio”. Me
ubicaba así en una disyuntiva común a muchas mujeres profesionales: o
carrera o familia. La filosofía era un sacerdocio que requería no ocuparse
del trajín de la vida cotidiana, por eso era para varones, que como todo el
mundo sabe vienen equipados con mujeres que se dedican a las tareas de
reproducción y cuidado, entonces ellos no deben renunciar a nada que les
corresponda para dedicarse a la vida contemplativa. Esta deliberación es
objeto de muchas indagaciones feministas, de excelente nivel, que ponen eje
en el quiebre subjetivo de las mujeres que deciden innovar. Como ejemplo
diré que en una investigación sobre carreras científicas de varones y
mujeres, encontramos como dato significativo que el 25% de los
investigadores superiores del Conicet eran solteros (su carrera era un
sacerdocio) pero esa cifra trepaba al 75% en las mujeres, además de tener
muchas menos oportunidades de llegar a la cima.
Muchos años después, ya doctorada y con el permanente esfuerzo de equilibrar
familia y trabajo, ocupo la cátedra que fue de Carpio. Últimamente he
pensado si no será un gozo enfermizo estar en este lugar, si fue una
aspiración verdadera o movida por el desafío y la revancha. Y eso me lleva a
reflexionar sobre los deseos de las mujeres y su concepto de éxito. Tenemos
paradigmas que producen indicadores precisos de lo que la sociedad reconoce
como éxito personal y profesional, y el costo subjetivo de esos indicadores
para las mujeres es doble: si acompañan a un varón exitoso, es posible que
tengan a su cargo la parte menos glamorosa de ese éxito vicario; si ellas
mismas lo son, es posible que alcanzada la meta no encuentren la felicidad
prometida sino una incomprensible insatisfacción. Para las innovadoras, que
decidimos desafiar la dicotomía conciliando familia y profesión, la culpa de
no alcanzar el ideal de perfección en ninguno de los roles (que obviamente
requieren la renuncia al otro) es permanente.
Asi las cosas, claro, no estamos para chistes. Sin embargo nos hacen
chistes! Cuando me recibí, el profesor Eduardo Rabossi me felicitó
haciéndome el extraño homenaje de contarme un chiste, precisamente este:
Un hombre decide contratar una prostituta. Va a su departamento y encuentra
que entre los previsibles adornos sugerentes había una pequeña biblioteca.
Se acerca curioso y ve en ella libros de Kant, de Hegel, de Wittgenstein…
Toma uno de ellos y ve que está subrayado y con acotaciones manuscritas. Le
pregunta de quién son esos libros y la prostituta contesta que son de ella,
que es filósofa. El hombre, extrañado, le pregunta cómo siendo filósofa
trabaja de prostituta, y ella le contesta: “tuve suerte”.
Fin del chiste. No me reí. Quedé como una amarga con mi profesor de derechos
humanos.
Una brillante alumna mía, muy linda, terminó su carrera y no logró una beca
o una plaza docente para comenzar a trabajar. Terminó de mesera en un
restaurante muy caro de Puerto Madero, en plena era menemista, al que
concurrían políticos y empresarios favorecidos por el gobierno (dicho sea de
paso, algunos siguen concurriendo y siguen siendo favorecidos, pero ése es
otro tema). Uno de los clientes en particular era muy pesado, con
comentarios subidos de tono sobre su aspecto físico dichos a los gritos y
festejados por sus contertulios. Un día mi alumna decidió contestarle con
una frase de Nietszche. El diputado, sorprendido, le preguntó de dónde había
sacado eso y ella le dijo que era filósofa. La pregunta fue inmediata: “¿y
qué hacés trabajando aquí?”, y la respuesta de ella también: “esta es la
Argentina en la que vivo, yo soy mesera y usted es diputado”. Los
contertulios festejaron el chiste, el político no se rió, ella sintió una
satisfacción interior que duró poco porque ese mismo día la echaron de su
trabajo por hacer comentarios indecorosos a los clientes.
¿Podemos reaccionar a la violencia de los chistes y los comentarios que nos
ponen como objeto pasivo de frases soeces bajo la pretensión de ser piropos,
cuando todo el sistema opera contra nuestra vivencia de esas situaciones? La
observación rompe un código, a veces violentamente, y entonces pasamos de
víctimas a victimarias. A veces ni siquiera tenemos la oportunidad de
intervenir, porque la frase se refiere a nosotras pero se pronuncia entre
machos en un intercambio que nos excluye y que tiene que ver con el derecho
de propiedad. Porque como decía Locke en “Dos Tratados sobre el Gobierno”,
para justificar filosóficamente la necesidad del pacto social que dio origen
al Estado Liberal Moderno, la violencia entre los seres humanos es
consecuencia de la lucha por la propiedad; y hay dos cosas que producen el
máximo conflicto entre los seres humanos: la propiedad de la tierra y la
propiedad de las mujeres. El pacto social, precedido del pacto sexual,
reguló ambas propiedades dando origen a la familia nuclear y garantizando
así la legitimidad de la progenie para cuidar la herencia en la acumulación
de capital.
Los ambientes ilustrados no están libres de estos métodos disciplinadores
del lugar de las mujeres. Cuando finalizaba la dictadura, comenzamos en la
UBA un movimiento de estudiantes y graduados que permitiera recuperar las
autoridades legítimas una vez alcanzada la democracia. Se creó así una
Asociación de Graduados que hizo su primera elección. Los candidatos a
presidirla éramos Silvio Maresca, un filósofo muy ligado a la política del
peronismo , y yo, una pichi. Inesperadamente gané esa elección, y entonces
Silvio le dijo a mi marido, también graduado en filosofía: “te felicito,
ahora tenés una mujer pública”. No me lo dijo a mí, se lo dijo a él, que
recibió así la advertencia de que un hombre que deja que su mujer circule
por los espacios de poder de la política debe aceptar que reciba el
calificativo con el que se describe a una prostituta: una mujer pública, una
mujer de la calle, una mujer que no es de su casa y por eso ha renunciado a
ser de un hombre para estar disponible para cualquier hombre.
Y así seguramente se lo enseñan a los hombres. Los cuerpos que circulan en
la calle son cuerpos disponibles, y si no dan señales inequívocas de recato
son cuerpos abordables sin permiso por el solo hecho de estar allí.
Abordables físicamente y simbólicamente, con manoseos o con pretendidos
piropos que nos ponen en situación de presa y a ellos en situación de
dominio.
Salgo de mi casa un día de lluvia para un acto protocolar a la mañana,
vestida con más cuidado que de costumbre. En la vereda hay un hombre
acostado sobre unos cartones, totalmente borracho, harapiento que daba pena,
y cuando paso me dice: “te haría cualquier cosa”. Ese hombre que no podia ni
siquiera ponerse en pie, abandonado de todo, no había perdido sin embargo su
poder patriarcal sobre mí, su poder de incomodarme y ubicarme en una
situación pasiva que sólo podía ser respondida de modo desagradable o
cambiando el código. Otras veces lo he hecho, ante ese habitual comentario
“decime qué querés que te haga, mamita” pararme, mirarlo y decir:
“recordame el teorema de Göedel”, o “recitame la Odisea en griego”. La
respuesta produce pavor, la mirada del piropeador se llena de espanto: la
violenta soy yo.
Los comentarios sobre nuestro aspecto físico nos desvían de nuestro lugar de
interlocutoras a objeto. Incluso cuando pretenden ser amables nos están
sacando de la relevancia del argumento para poner de relevancia nuestro
cuerpo sexuado. A veces la violencia es más explícita, y cuesta menos verla.
En una manifestación docente donde hay represión policial encuentro a un
diputado kirchnerista con sus asesores. Me pregunta con ironía qué hago
allí, y yo le digo qué hace él que no está procurando que su gobierno no
reprima la protesta social. El, molesto y bajando un poco la mirada de mi
cara me dice “¿por qué te pusiste ese escote?”, sus compañeros se ríen, yo
le repregunto “¿qué te pasa, extrañás a tu mamá?”, sus compañeros se ríen
más. La violenta soy yo que lo pongo en ridículo ante sus subordinados.
Otras veces el comentario es menos burdo, y simplemente nos retrae del lugar
donde nos habíamos instalado. En una sesión legislativa salgo de mi banca y
me acerco a un diputado del hemiciclo opuesto para reprocharle uno de los
mil modos de mala praxis legislativa que acostumbran. Mientras le estoy
diciendo que faltó a su palabra me interrumpe: “ahora que te veo de cerca,
qué lindos ojos tenés”. ¿Tengo que alegrarme, sentirme orgullosa de algo en
lo que no tengo ningún mérito, cambiar mi enojo por un agradecimiento a su
observación gentil? Opto por reprocharle doblemente su falta de palabra y el
comentario desubicado y quedo como una amarga. La víctima es él: dijo algo
agradable y se encontró con mi respuesta destemplada.
La filósofa mexicana Graciela Hierro, especialista en ética feminista, nos
advertía sobre estos modos que toma el patriarcado para imponerse a los que
llamaba “el trato galante”. Socialmente aparecen como un signo de
caballerosidad, pero nos ubican en un papel de debilidad, de objeto de
tutela, de incapacidad, de pasividad superlativa. Los usos sociales están
llenos de mandatos que los varones pueden tomar como lo que se espera de
ellos, y muchas mujeres como signos de protección masculina.
Mañana se cumplen 60 años del voto femenino. Quizás sea oportuno recordar
que hasta ese momento el código civil nos ponía con los incapaces, los
presos, los dementes y los proxenetas para fundamentar nuestras ineptitudes
para la política. Cuando luego de muchos años de lucha del socialismo
feminista, y por expresa voluntad de Eva Perón, la ley de sufragio femenino
finalmente llega a un recinto formado exclusivamente por varones, los
argumentos en contra cubrieron todo el arco: desde señalar la natural
incapacidad de las mujeres para la vida pública, a decir que ibamos a votar
lo que nos dijera el cura y la iglesia iba a aumentar así su poder político,
o ensalzar las más altas virtudes femeninas que nos destinan a la excelsa
tarea divina de cuidar a nuestras crías (lo que logicamente está reñido con
la disputa electoral), o describir la politica como un pantano donde no
debería posarse el delicado pie que cual pétalo de rosa sostiene nuestra
gracia, y como último recurso generar pánico recordando que nos volvemos
locas una vez por mes y así existía la alta probabilidad de que en ese
estado de enajenación temporal una cuarta parte de nosotras esté a la vez
menstruando y decidiendo los destinos de la patria.
Para esos patriarcas de la democracia, que ya contaba con una “ley del voto
universal y obligatorio” que no sólo nos excluía del universal sino que no
registraba siquiera la exclusión, eso éramos las mujeres. Ellos sí tenían
una respuesta, no como Freud que nos dejó esperando.
Procurando hacer un ejercicio de empatía, comprender cuál es la reacción de
quien tiene esta visión de las mujeres ante los avances que el feminismo nos
ha procurado en tantos órdenes de la vida, pienso que hay una percepción de
cierta masculinidad de estar en retroceso. Una vivencia del poder sustancial
y del territorio que torna amenazante el ingreso de las mujeres a las
instituciones y a la vida pública, todavía ahora. La pérdida del monopolio
de la palabra no alcanza para abrir el diálogo. El diálogo tiene condiciones
lógicas, semánticas, éticas y políticas, no se trata de hablar por turno y
menos aún de arrebatar el micrófono. Y ni hablar si se usan dos micrófonos,
como hace la presidenta desde el atril!
Eso es lo que llamo “el síndrome del macho acorralado”, que es victimario
violento y a la vez víctima, que me desvela cuando pienso en las formas de
lograr una sociedad incluyente de verdad,y que me inspira para decir toda
vez que puedo a modo de letanía pedagógica que “cuando una mujer avanza,
ningún hombre retrocede”.
Fuente: Lista RIMA
Los subrayados son nuestros.
Cuando el político dice 'sí', quiere decir 'tal vez', cuando dice 'tal vez' quiere decir no, y cuando dice 'no', no es político.
Cuando una dama dice que 'no' quiere decir 'tal vez', cuando dice 'tal vez' quiere decir 'sí' y cuando dice que 'sí' no es una dama.
A propósito del "chistecito" del Presidente Piñera publicamos este decidor artículo de la diputada feminista Diana Maffia, desde la hermana república de Argentina.
Chistes, piropos y minués: las estrategias del macho acorralado
Por Diana Maffía
Definitivamente, las feministas somos unas amargas. Vemos machismo,
patriarcado, androcentrismo, homofobia, lesbofobia, transfobia y violencia
incluso en las situaciones más divertidas. Eso nos pone en un raro lugar:
somos víctimas de permanentes ataques simbólicos, y a la vez victimarias por
arruinar con nuestras respuestas destempladas las situaciones que gran parte
de la sociedad considera entretenidas, glamorosas, seductoras,
caballerescas, románticas y hasta corteses. Y lo peor de la confusión es que
como pertenecemos a esa misma sociedad, tales situaciones también tienen
eficacia simbólica sobre nosotras, también nos reímos y emocionamos con
ellas; sólo que un Pepe Grillo feminista nos susurra al oído permanentes
advertencias analíticas para que no caigamos en la trampa, para que no
seamos literales, para que no sonriamos amablemente –como es de esperar- a
los gestos corteses.
“¿Qué quieren las mujeres?” se preguntaba Freud, y el error de nosotras era
estar expectantes a su respuesta.
Mi propuesta de hoy es muy modesta. Contar algunas anécdotas, señalar
algunas situaciones que encienden mi alarma, procurar tímidamente un puente
comunicativo para hacer grietas en los implícitos sociales y generar
vínculos que no lesionen con su reiteración a ningunx de lxs participantes
en ellos.
Cuando inicié la carrera de filosofía, un profesor llamado Adolfo Carpio me
dijo: “¿qué hace usted acá, no sabe que las mujeres no pueden hacer
filosofía? Tiene lindos ojos, aprenda repostería y búsquese un novio”. Me
ubicaba así en una disyuntiva común a muchas mujeres profesionales: o
carrera o familia. La filosofía era un sacerdocio que requería no ocuparse
del trajín de la vida cotidiana, por eso era para varones, que como todo el
mundo sabe vienen equipados con mujeres que se dedican a las tareas de
reproducción y cuidado, entonces ellos no deben renunciar a nada que les
corresponda para dedicarse a la vida contemplativa. Esta deliberación es
objeto de muchas indagaciones feministas, de excelente nivel, que ponen eje
en el quiebre subjetivo de las mujeres que deciden innovar. Como ejemplo
diré que en una investigación sobre carreras científicas de varones y
mujeres, encontramos como dato significativo que el 25% de los
investigadores superiores del Conicet eran solteros (su carrera era un
sacerdocio) pero esa cifra trepaba al 75% en las mujeres, además de tener
muchas menos oportunidades de llegar a la cima.
Muchos años después, ya doctorada y con el permanente esfuerzo de equilibrar
familia y trabajo, ocupo la cátedra que fue de Carpio. Últimamente he
pensado si no será un gozo enfermizo estar en este lugar, si fue una
aspiración verdadera o movida por el desafío y la revancha. Y eso me lleva a
reflexionar sobre los deseos de las mujeres y su concepto de éxito. Tenemos
paradigmas que producen indicadores precisos de lo que la sociedad reconoce
como éxito personal y profesional, y el costo subjetivo de esos indicadores
para las mujeres es doble: si acompañan a un varón exitoso, es posible que
tengan a su cargo la parte menos glamorosa de ese éxito vicario; si ellas
mismas lo son, es posible que alcanzada la meta no encuentren la felicidad
prometida sino una incomprensible insatisfacción. Para las innovadoras, que
decidimos desafiar la dicotomía conciliando familia y profesión, la culpa de
no alcanzar el ideal de perfección en ninguno de los roles (que obviamente
requieren la renuncia al otro) es permanente.
Asi las cosas, claro, no estamos para chistes. Sin embargo nos hacen
chistes! Cuando me recibí, el profesor Eduardo Rabossi me felicitó
haciéndome el extraño homenaje de contarme un chiste, precisamente este:
Un hombre decide contratar una prostituta. Va a su departamento y encuentra
que entre los previsibles adornos sugerentes había una pequeña biblioteca.
Se acerca curioso y ve en ella libros de Kant, de Hegel, de Wittgenstein…
Toma uno de ellos y ve que está subrayado y con acotaciones manuscritas. Le
pregunta de quién son esos libros y la prostituta contesta que son de ella,
que es filósofa. El hombre, extrañado, le pregunta cómo siendo filósofa
trabaja de prostituta, y ella le contesta: “tuve suerte”.
Fin del chiste. No me reí. Quedé como una amarga con mi profesor de derechos
humanos.
Una brillante alumna mía, muy linda, terminó su carrera y no logró una beca
o una plaza docente para comenzar a trabajar. Terminó de mesera en un
restaurante muy caro de Puerto Madero, en plena era menemista, al que
concurrían políticos y empresarios favorecidos por el gobierno (dicho sea de
paso, algunos siguen concurriendo y siguen siendo favorecidos, pero ése es
otro tema). Uno de los clientes en particular era muy pesado, con
comentarios subidos de tono sobre su aspecto físico dichos a los gritos y
festejados por sus contertulios. Un día mi alumna decidió contestarle con
una frase de Nietszche. El diputado, sorprendido, le preguntó de dónde había
sacado eso y ella le dijo que era filósofa. La pregunta fue inmediata: “¿y
qué hacés trabajando aquí?”, y la respuesta de ella también: “esta es la
Argentina en la que vivo, yo soy mesera y usted es diputado”. Los
contertulios festejaron el chiste, el político no se rió, ella sintió una
satisfacción interior que duró poco porque ese mismo día la echaron de su
trabajo por hacer comentarios indecorosos a los clientes.
¿Podemos reaccionar a la violencia de los chistes y los comentarios que nos
ponen como objeto pasivo de frases soeces bajo la pretensión de ser piropos,
cuando todo el sistema opera contra nuestra vivencia de esas situaciones? La
observación rompe un código, a veces violentamente, y entonces pasamos de
víctimas a victimarias. A veces ni siquiera tenemos la oportunidad de
intervenir, porque la frase se refiere a nosotras pero se pronuncia entre
machos en un intercambio que nos excluye y que tiene que ver con el derecho
de propiedad. Porque como decía Locke en “Dos Tratados sobre el Gobierno”,
para justificar filosóficamente la necesidad del pacto social que dio origen
al Estado Liberal Moderno, la violencia entre los seres humanos es
consecuencia de la lucha por la propiedad; y hay dos cosas que producen el
máximo conflicto entre los seres humanos: la propiedad de la tierra y la
propiedad de las mujeres. El pacto social, precedido del pacto sexual,
reguló ambas propiedades dando origen a la familia nuclear y garantizando
así la legitimidad de la progenie para cuidar la herencia en la acumulación
de capital.
Los ambientes ilustrados no están libres de estos métodos disciplinadores
del lugar de las mujeres. Cuando finalizaba la dictadura, comenzamos en la
UBA un movimiento de estudiantes y graduados que permitiera recuperar las
autoridades legítimas una vez alcanzada la democracia. Se creó así una
Asociación de Graduados que hizo su primera elección. Los candidatos a
presidirla éramos Silvio Maresca, un filósofo muy ligado a la política del
peronismo , y yo, una pichi. Inesperadamente gané esa elección, y entonces
Silvio le dijo a mi marido, también graduado en filosofía: “te felicito,
ahora tenés una mujer pública”. No me lo dijo a mí, se lo dijo a él, que
recibió así la advertencia de que un hombre que deja que su mujer circule
por los espacios de poder de la política debe aceptar que reciba el
calificativo con el que se describe a una prostituta: una mujer pública, una
mujer de la calle, una mujer que no es de su casa y por eso ha renunciado a
ser de un hombre para estar disponible para cualquier hombre.
Y así seguramente se lo enseñan a los hombres. Los cuerpos que circulan en
la calle son cuerpos disponibles, y si no dan señales inequívocas de recato
son cuerpos abordables sin permiso por el solo hecho de estar allí.
Abordables físicamente y simbólicamente, con manoseos o con pretendidos
piropos que nos ponen en situación de presa y a ellos en situación de
dominio.
Salgo de mi casa un día de lluvia para un acto protocolar a la mañana,
vestida con más cuidado que de costumbre. En la vereda hay un hombre
acostado sobre unos cartones, totalmente borracho, harapiento que daba pena,
y cuando paso me dice: “te haría cualquier cosa”. Ese hombre que no podia ni
siquiera ponerse en pie, abandonado de todo, no había perdido sin embargo su
poder patriarcal sobre mí, su poder de incomodarme y ubicarme en una
situación pasiva que sólo podía ser respondida de modo desagradable o
cambiando el código. Otras veces lo he hecho, ante ese habitual comentario
“decime qué querés que te haga, mamita” pararme, mirarlo y decir:
“recordame el teorema de Göedel”, o “recitame la Odisea en griego”. La
respuesta produce pavor, la mirada del piropeador se llena de espanto: la
violenta soy yo.
Los comentarios sobre nuestro aspecto físico nos desvían de nuestro lugar de
interlocutoras a objeto. Incluso cuando pretenden ser amables nos están
sacando de la relevancia del argumento para poner de relevancia nuestro
cuerpo sexuado. A veces la violencia es más explícita, y cuesta menos verla.
En una manifestación docente donde hay represión policial encuentro a un
diputado kirchnerista con sus asesores. Me pregunta con ironía qué hago
allí, y yo le digo qué hace él que no está procurando que su gobierno no
reprima la protesta social. El, molesto y bajando un poco la mirada de mi
cara me dice “¿por qué te pusiste ese escote?”, sus compañeros se ríen, yo
le repregunto “¿qué te pasa, extrañás a tu mamá?”, sus compañeros se ríen
más. La violenta soy yo que lo pongo en ridículo ante sus subordinados.
Otras veces el comentario es menos burdo, y simplemente nos retrae del lugar
donde nos habíamos instalado. En una sesión legislativa salgo de mi banca y
me acerco a un diputado del hemiciclo opuesto para reprocharle uno de los
mil modos de mala praxis legislativa que acostumbran. Mientras le estoy
diciendo que faltó a su palabra me interrumpe: “ahora que te veo de cerca,
qué lindos ojos tenés”. ¿Tengo que alegrarme, sentirme orgullosa de algo en
lo que no tengo ningún mérito, cambiar mi enojo por un agradecimiento a su
observación gentil? Opto por reprocharle doblemente su falta de palabra y el
comentario desubicado y quedo como una amarga. La víctima es él: dijo algo
agradable y se encontró con mi respuesta destemplada.
La filósofa mexicana Graciela Hierro, especialista en ética feminista, nos
advertía sobre estos modos que toma el patriarcado para imponerse a los que
llamaba “el trato galante”. Socialmente aparecen como un signo de
caballerosidad, pero nos ubican en un papel de debilidad, de objeto de
tutela, de incapacidad, de pasividad superlativa. Los usos sociales están
llenos de mandatos que los varones pueden tomar como lo que se espera de
ellos, y muchas mujeres como signos de protección masculina.
Mañana se cumplen 60 años del voto femenino. Quizás sea oportuno recordar
que hasta ese momento el código civil nos ponía con los incapaces, los
presos, los dementes y los proxenetas para fundamentar nuestras ineptitudes
para la política. Cuando luego de muchos años de lucha del socialismo
feminista, y por expresa voluntad de Eva Perón, la ley de sufragio femenino
finalmente llega a un recinto formado exclusivamente por varones, los
argumentos en contra cubrieron todo el arco: desde señalar la natural
incapacidad de las mujeres para la vida pública, a decir que ibamos a votar
lo que nos dijera el cura y la iglesia iba a aumentar así su poder político,
o ensalzar las más altas virtudes femeninas que nos destinan a la excelsa
tarea divina de cuidar a nuestras crías (lo que logicamente está reñido con
la disputa electoral), o describir la politica como un pantano donde no
debería posarse el delicado pie que cual pétalo de rosa sostiene nuestra
gracia, y como último recurso generar pánico recordando que nos volvemos
locas una vez por mes y así existía la alta probabilidad de que en ese
estado de enajenación temporal una cuarta parte de nosotras esté a la vez
menstruando y decidiendo los destinos de la patria.
Para esos patriarcas de la democracia, que ya contaba con una “ley del voto
universal y obligatorio” que no sólo nos excluía del universal sino que no
registraba siquiera la exclusión, eso éramos las mujeres. Ellos sí tenían
una respuesta, no como Freud que nos dejó esperando.
Procurando hacer un ejercicio de empatía, comprender cuál es la reacción de
quien tiene esta visión de las mujeres ante los avances que el feminismo nos
ha procurado en tantos órdenes de la vida, pienso que hay una percepción de
cierta masculinidad de estar en retroceso. Una vivencia del poder sustancial
y del territorio que torna amenazante el ingreso de las mujeres a las
instituciones y a la vida pública, todavía ahora. La pérdida del monopolio
de la palabra no alcanza para abrir el diálogo. El diálogo tiene condiciones
lógicas, semánticas, éticas y políticas, no se trata de hablar por turno y
menos aún de arrebatar el micrófono. Y ni hablar si se usan dos micrófonos,
como hace la presidenta desde el atril!
Eso es lo que llamo “el síndrome del macho acorralado”, que es victimario
violento y a la vez víctima, que me desvela cuando pienso en las formas de
lograr una sociedad incluyente de verdad,y que me inspira para decir toda
vez que puedo a modo de letanía pedagógica que “cuando una mujer avanza,
ningún hombre retrocede”.
Fuente: Lista RIMA
Los subrayados son nuestros.
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